viernes, 12 de junio de 2009

El pingüino y la botella

En el extremo frío antártico, vivía un pingüino llamado Juan quien, entre muchas otras cosas, gustaba de caminar por las vastas lozas glaciares durante las tardes.

Un día, en una de sus extensas caminatas, Juan divisó a lo lejos un extraño reflejo aproximándose por el mar hacia la costa y, atado a su curiosidad, Juan decidió acercarse un poco más a la costa para poder reconocer qué provocaba tan intenso destello.

Así, el pingüino se acercó a la orilla aunque con mucha cautela, debido al peligro latente de convertirse en merienda de las orcas que recorrían las aguas. Una vez que Juan se acercó lo suficiente, intentó averiguar que era lo que producía ese constante brillo mar adentro y luego de un rato, pudo identificarlo al fin. Era una botella.

Juan ciertamente había visto muchas botellas, las cuales coleccionaba como su gran tesoro, pero nunca había conseguido una desde el mar y menos una tan bella como ésta. Su forma era curva como una pera, con un cuello largo y angosto y el gollete estaba cubierto por una pulida pintura color plata que reflejaba la luz del sol como un espejo.

Al ver la botella, Juan sintió ansias como si fuera la primera vez que la experimentara y junto con eso, un entrañable deseo de poseer aquel objeto perfecto ante sus ojos, sin embargo el temor a ser devorado por una ballena era demasiado fuerte y a ratos más intenso que la convicción de Juan por recuperar la extraña botella.

Así, entrampado en este dilema, el pingüino se daba de vueltas mientras trataba de encontrar una solución. En eso un cambio en las heladas corrientes impulsó notoriamente la botella, llevándola sin retorno en dirección al horizonte.

Al ver esto, Juan se sintió invadido por un miedo incluso más profundo que el que le infundían las voraces orcas. Este era el temor a perder la belleza de esa botella para siempre y aunque el peligro de acabar en el estómago de un enorme mamífero fuera el destino más probable, hay impulsos que ni siquiera un pingüino puede controlar y así Juan se lanzó al agua.

A pesar de que el miedo paralizaba sus aletas, el pingüino coleccionista nadó como nunca, pero a pesar de su destreza le era difícil avanzar contra las recias corrientes. Aún así y determinado a conseguir el bello objeto, siguió nadando y cada vez con más fuerza hasta que alcanzó por fin la exótica botella.

Una vez que la botella se halló en sus aletas, Juan sonrió exhausto y sus ojos se prendieron en satisfacción y júbilo. Nunca había visto una cosa tan bella y nada le había causado tanto deseo y felicidad, ni siquiera su completa colección que cuidaba con recelo y de la cual se enorgullecía. Desde hoy Juan no sería el mismo. La belleza del objeto había abierto sus ojos y mientras flotaba aún cansado sintió que en ese momento era el pingüino más afortunado de su clan.

Pero justo cuando todo era maravilloso, Juan, cegado por la belleza, se percató de una enorme ballena orca que se dirigía hacia él, advertida por el gran esfuerzo que hizo el pingüino por adentrarse en el mar para alcanzar la sublime botella. Cuando Juan se dio cuenta de lo que le esperaba, ya era demasiado tarde y se encontraba demasiado exhausto para huir, así que se resignó a esperar su destino en compañía de sus pensamientos. Juan era muy sabio, puesto que había sido muy cauto en su vivir y comenzó a recordar a su clan y entre ellos a sus amigos y familiares, con quienes había compartido momentos muy especiales y a quienes nunca más volvería a ver.

En ese momento Juan sintió que perdía algo más importante que la exótica botella y justo antes de ser devorado por las fauces de la gran orca, pensó en el bello objeto que sostenía entre sus aletas y que le había hecho experimentar tantas emociones intensas en tan corto período. Fue entonces cuando el pingüino entendió que no importaba que tanta admiración le diera a ese hermoso objeto, ya que nunca recibiría algo a cambio por parte de una simple botella.

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